1. «Uno solo es vuestro Padre y todos sois hermanos» (Mt 23,8-9)
La economía es importante no solo porque responde a las imperiosas necesidades materiales humanas, sino por algo todavía más serio: nuestra tarea y meta como seres humanos es construir convivencia, construir sociedad, construir comunidad y fraternidad. Ahí nos jugamos nuestra calidad humana.
La economía acaba jugando un papel decisivo en esa tarea nuestra como género humano. Marx y Engels no andaban tan desencaminados cuando hablaban de la economía como factor determinante «en última instancia» por más que quepan muchas exégesis de esa expresión. Pero el hecho es que, en la economía, nos jugamos mucho de nuestro ser humanos, o inhumanos. Donde no hay más valores que los de cambio, no cabe hablar de humanidad.
Por ello es importante el planteamiento antropológico que pregunta ante todo por qué hay tantas desigualdades y cómo superarlas, y que abre la puerta a una reflexión de antropología bíblica: porque la igualdad brota de las dos categorías más importantes en toda la Biblia: la filiación divina (el valor absoluto) del ser humano y la fraternidad universal en Cristo.
2. «Los creó a imagen de Dios y les dijo: cuidad la tierra». «Si coméis del árbol de lo humano seréis igual a DIos» (Gen 1,27-28 y 3,5)
Quizá la mejor imagen antropológica de nuestro sistema económico es la descripción bíblica del pecado: quien es, real y verdaderamente, «imagen y semejanza de Dios» se empeña en ser «igual a Dios» y causa así su propia ruina.
Corrigiendo el dicho antiguo, sí cabe decir que el pecado original de nuestra economía es que ha pretendido «vivir como Dios». Y, aunque esa sea una pretensión imposible, el que algunos la mantengan lleva a muchos otros a vivir «en el infierno».
Esto es hasta cierto punto normal o, al menos, previsible: como imagen de Dios, el ser humano es un dinamismo imparable, un corazón «sin descanso» (San Agustín) que busca siempre una plenitud de descanso no accesible fuera de Dios. Problema primario de la vida humana es cómo orientar y gestionar ese dinamismo insaciable. Porque toda gran fuerza, bien orientada, resulta creadora, pero mal orientada se vuelve destructora.
Dicho con lenguaje bíblico: la imagen (de Dios) «empañada [o destrozada] por la culpa» necesita ser rehecha. Un camino decisivo para lograrlo se abre en la experiencia del Dios revelado en Jesucristo.
3. «La codicia es idolatría». «Es imposible servir a Dios y al dinero privado» (Col 3,5 y Mt 6,24)
Los seres humanos tendemos a adorar al dinero porque: a) remedia nuestras grandes necesidades y amenazas y siempre veneramos aquello que nos salva. Pero también porque b) el dinero da poder y c) es fuente de reconocimiento, que quizás es la mayor de nuestras necesidades.
Desde esta actitud sucede que con el dinero «nunca tenemos bastante». Y esa insaciabilidad ha generado un mundo donde unos pocos pueden satisfacer hasta sus caprichos más estrambóticos y una gran mayoría no puede satisfacer sus necesidades más elementales. Por eso, la frase citada de Jesús significa también «es imposible servir al ser humano y al dinero»: pues la manera que propone el Evangelio para servir a Dios es servir al ser humano. Pero cuando todos los valores se han convertido en meros valores de cambio, es muy difícil comprender e inculcar el respeto a las personas. Por ser un dios falso, el dinero es intrínsecamente inhumano. En este contexto, suenan como verdadera palabra de Dios las duras palabras de Jesús: «malditos vosotros, millonarios» (Lc 6,24). Y maldito el sistema que «mata» (Francisco) generando «ricos cada vez más ricos a costa de pobres cada vez más pobres» (Juan Pablo II). Y conste, para responder a posibles mecanismos de defensa, que eso no tiene nada que ver con Marx: muchos siglos antes de él ya escribía San Ambrosio comentando el Evangelio de Lucas: «un rico compasivo es contrario a la naturaleza» (PL 15,1878): porque la compasión no es un valor de cambio. Y esos son los únicos valores que cuentan para el adorador del dinero.
Los mecanismos de defensa que hemos generado los propios cristianos ante esas palabras de Jesús, ayudados por muchos no creyentes, pero adoradores del dinero, son incontables. Prescindiendo ahora de la conocida falsificación que habla de «pobres de espíritu», vale la pena fijarnos en la más frecuente: los pobres lo son por su culpa («son perezosos»,...). Y, sin duda, hay un tanto por cien de pobres que lo son por culpa suya, pero es la porción menor. Y nuestra mentira consiste en atender solo a ese aspecto reducido de la realidad, para dejar de mirar todos los demás aspectos.
El hecho real es que la esclavitud del dinero, y el miedo o necesidad de defensa que ella genera, nos crea otras mil esclavitudes en nuestra sociedad.
4. «La raíz de todos los males es la pasión por el dinero» (1Tim 6,10)
En tales contextos se vuelve diáfano este texto del Nuevo Testamento, citado ya miles de veces: la raíz de todos los males, no simplemente de unos cuantos. No sé si hoy el autor de aquella frase añadiría: de todos los males «y de casi todas las armas», por más que tratemos de engañarnos con otras pseudorrazones. Esa constatación de la carta a Timoteo aparece tras una exhortación a vivir sobriamente, que tiene resonancias no sólo individuales, sino sociales.
La peste de corrupción que ha asolado a España en los últimos años y que ha infestado incluso a personas que parecían ejemplares, ha tenido esa misma raíz: la pasión por el dinero. Tampoco esto es nuevo: es lo normal en una sociedad que ha perdido la fe en las grandes causas para las que vivir. Uno de los primeros conversos al cristianismo, que fue filósofo y escritor, dejó escrito este testimonio: «antes amábamos y buscábamos ante todo el dinero y las propiedades, mientras que hoy hasta lo nuestro lo ponemos en común y lo compartimos con los que no tienen» (San Justino).
En cambio, en una sociedad sin casi más razón para vivir que el consumo y los valores de cambio y, además, con bajísimos niveles de educación humana, los hombres públicos descubrieron que nada da más votos que el dinero. Y luego, muchos ciudadanos descubrieron que nada puede dar más dinero que la política, con eso que se ha llamado «puertas giratorias», por las que se pasa de la política a unas consultorías casi tan nominales como bien retribuidas.
En este contexto, y porque de esta pasta está hecho el ser humano, hay que saber (y contar con) que siempre habrá un 25% más o menos de gente que votará a los partidos más injustos, en defensa propia o por ambición. Lo cual significa que, si los luchadores por la justicia no están muy unidos, si no saben dialogar y ceder, si hacen de la lucha por la justicia una plataforma para sentirse salvadores o para tomarse pequeñas revanchas, secundarias y si, por todo eso, se dividen entre ellos, aquella minoría podría convertirse en una «minoría ganadora».
5. «A los pobres siempre los tendréis con vosotros» (Mt. 26,11)
Sin olvidar que el contexto de este texto evangélico se refiere primariamente a la muerte y resurrección del Señor y ha justificado a lo largo de la Historia ciertas posturas. Pero brinda una lección muy importante a la hora de construir la sociedad y la fraternidad universal: no basta con dar de comer a los pobres mientras siga habiendo desigualdades tan clamorosas. Acabar con el hambre es imprescindible y urgente, pero solo es un primer paso: hay que acabar además con esas desigualdades obscenas e injustas. Los «primeros auxilios» son necesarios pero no sanan a la sociedad: mientras haya otros que tienen muchísimo más, los pobres, en
cuanto coman, anhelarán tener más y parecerse a aquellos. O temerán perder lo que han conseguido mientras siga habiendo otros más pobres, y pueden volverse tan injustos como los ricos. En una palabra: mientras la estructura social siga siendo antifraterna, la antifraternidad amenazará a todos.
6. «Dichosos los pobres con espíritu» (Mt 5,3)
Esa primera bienaventuranza del evangelista Mateo puede tener una doble traducción, excluida ya la trampa de esos supuestos pobres «de espíritu», que se justifican pretendiendo tener el corazón desprendido de todas las posesiones que les sobran, pero luego, en cuanto una justa ley fiscal les reclama eso que les sobra, ponen el grito en el cielo.
La bienaventuranza de Mateo puede significar dos cosas: dichosos los «empobrecidos por el Espíritu», es decir, aquellos a los que la misericordia ha llevado al hambre y sed de justicia, y esa lucha por la justicia les ha ido empobreciendo, y privando no solo de buena fama sino de mil posibilidades de promoción social. Pero puede significar también: dichosos los «pobres con Espíritu», es decir, aquellos a los que su pobreza no ha convertido en rencorosos, envidiosos o avarientos.
Esta segunda traducción debe ser mantenida también, porque nos avisa de algo muy importante: los empobrecidos y víctimas de este sistema inicuo deben ser defendidos y ayudados, pero no deben ser canonizados. De entrada, hay que estar siempre de su parte, mientras no se demuestre lo contrario: pero son de la misma pasta humana que sus opresores. En todo caso, siguiendo a Vicente de Paul, habría que decir que son los únicos que tienen algún derecho a ser envidiosos o avarientos.
Eso servirá, en primer lugar, para responder a todos aquellos que defienden su posición injusta o privilegiada, argumentando con los vicios de los pobres y dejando de mirar la propia injusticia.
Recordemos que, en España, según el Informe de Oxfam-Intermón 20 personas tienen un patrimonio de 115.000 millones de euros o más, patrimonio que en el último año se ha incrementado un 15%, mientras que la riqueza del resto cayó un 15%. Que, en España, también hay 14 millones de personas en riesgo de exclusión. Y que a nivel mundial, las 62 personas más ricas del mundo acumulan la misma riqueza que los 3.600 millones de personas más pobres. El informe citado califica esas cotas de «insoportables».
De esta pasta está hecho el ser humano. Y esa es la actual dinámica de los mercados y el resultado de convertir toda la sociedad en un puro mercado. Por eso, como insinúa el evangelista Mateo, es tan imprescindible la presencia del Espíritu en todo lo relacionado con la lucha por la justicia y contra la pobreza.
7. «En Cristo Jesús ya no hay varón ni mujer, obrero ni patrón, creyente y no creyente» (Gal 3,28)
Esta frase de San Pablo es uno de los mejores resúmenes de todo lo que en la práctica significa la fe en Jesucristo. Un falso espiritualismo se empeñó en explicar que eso era verdad pero «para la otra vida del más allá» (con frecuencia muchos espiritualismos resultan ser, paradójicamente, de lo más materialista). Otro falso izquierdismo parece empeñado hoy en llevarla a la práctica aboliendo la diversidad en una especie de uniformidad «unisex», tan cómoda como aburrida.
El verdadero sentido de la frase es que la diversidad nunca debe ser causa de desigualdad. La diversidad debe ser mantenida porque siempre es enriquecedora aunque resulte complicada de manejar. No tiene sentido convertirla en fundamento de desigualdad, de modo que, por ejemplo, la mujer gane un 25% menos que el varón, el obrero tenga unos ingresos muy inferiores a los de su patrón, o una entidad religiosa cristiana niegue asistencia a los no cristianos. Tales prácticas equivalen a negar la inclusión (la «recapitulación») de todos en Cristo.
San Pablo prolongará después esa intuición valiéndose de la imagen del cuerpo: no todo ha de ser manos, ni todo ha de ser ojos. La diversidad de los órganos enriquece enormemente al cuerpo, si cada uno funciona como lo que es; pero todos deben ser tratados de la misma manera y, en cualquier caso, cuidando los más débiles.
8. «Tienes ante ti la vida y el bien, la muerte y el mal. Tú debes elegir» (Deut 30,15-19)
Esa frase bíblica es de las que mejor proclaman la responsabilidad del ser humano cuando entra en relación con Dios: nuestra vida está en nuestras manos; podemos realizarla o acabar con ella. Es además una frase dirigida no a individuos aislados sino a toda una colectividad: al pueblo que se prepara para crear una nueva sociedad, liberado ya de la esclavitud.
Y un detalle importante: mientras en el v. 15 equipara la vida con el bien, en el 19 se habla de la vida como «bendición». La bendición es siempre un regalo, uno de esos valores inmateriales que no pueden ser convertidos en valores de cambio: si se la mira de esta otra manera, la vida será vista como apropiación y se convertirá en «maldición» que lleva a la muerte. Sentir la vida como bendición es comprender que no es propiedad mía y que, como escribe Juan Masiá, más que vivir soy vivido: «agradecer que la Vida nos vive, nos vivifica.» Esta disposición es fundamental para construir la sociedad.
Por eso, la frase bíblica puede aplicarse a nuestra sociedad, y muy en serio, precisamente en lo que afecta a la economía. Solo hay salvación para esta humanidad si construimos eso que se llama una «civilización de la sobriedad compartida». El otro miembro del dilema en el cual estamos hoy es una «civilización de la abundancia privatizada» –y armada– que, lógicamente, ha de acabar llevándonos al desastre.
Pero la gran dificultad de esa opción, que en teoría parecería lógica, es que, para alcanzarla, los países ricos del llamado primer mundo deben bajar de su nivel de vida, algo que no están dispuestos a hacer. La pretensión de que todo el mundo llegue a vivir al mismo nivel de los países eufemísticamente llamados «desarrollados», se ha demostrado ya absolutamente inviable, porque implicaría cargarse el planeta, porque carece de recursos para ello.
La otra opción sería entonces la que apuntaba irónicamente El informe Lugano, de Susan George: eliminar unos dos mil o tres mil millones de moradores del planeta Tierra que ya no son oprimidos ni simplemente excluidos, sino sobrantes. Así, quizá los países ricos podrían mantener su actual nivel de vida.
Estamos, otra vez, ante una opción «entre la vida y la muerte», entre ser humanos o ser inhumanos.
Posible dinámica de trabajo
¿Qué texto bíblico os ha impactado más? ¿Por qué?
Seáis o no creyentes mirad de hacer un resumen en pocas líneas que contenga todo el mensaje espiritual que esos textos intentan transmitir y pregúntate a qué te sientes más interpelado en tu conducta práctica.
Basado en J.I. González Faus, Inhumanos e infrahumanos. Barcelona, Ed. Cristianisme i Justícia, 2016, pp. 21-27.
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